La sanción social a las prácticas de corrupción es inexistente; al contrario, se alientan y encomian: el que da una “mordida” o consigue un contrato a través de prebendas
Ser el país más corrupto del mundo no nos
suena difícil, pues estamos acostumbrados al argumento. Solemos percibir a la
corrupción como un mal endémico, tan nuestro como la sangre mestiza y tan
arraigado como el consumo de maíz. Una realidad tan cierta que cuestionarla,
confrontarla, resulta inútil.
De acuerdo al Índice de Percepción sobre
Corrupción que realiza Transparencia Internacional, México se encuentra en el
lugar 105 entre 176 naciones. En el espejo de la corrupción nos vemos igual que
Kosovo, Mali, Filipinas y Albania.
A esta percepción se suma el valor positivo
de la corrupción como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de
justicia y factor para que las cosas funcionen.
La sanción social a las prácticas de
corrupción es inexistente. Por el contrario, se alientan y encomian: el que da
una “mordida” o consigue un contrato a través de prebendas, es hábil, tiene
“colmillo”, sabe su negocio.
Por eso es que dentro del inmenso catálogo
de problemas nacionales, la corrupción no pinta. Es tan inherente al paisaje
que atacarla parece ocioso. Sólo así se entiende que la Comisión Nacional
Anticorrupción siga en el tintero, y el titular de la Secretaría de la Función
Pública sea un encargado del despacho.
Si tomamos en cuenta las estimaciones del
Banco Mundial, la corrupción le cuesta a México 9% del PIB cada año, es decir,
dos puntos más que la fortuna de Carlos Slim. Si preferimos las estimaciones
del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, la cifra alcanza el 20%
del PIB, en otras palabras, la quinta parte de lo que producimos se diluye,
filtra y trasmina en corruptelas.
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